martes, 21 de diciembre de 2010

La mutación de mi espina

Desde los 8 años que tengo una espina clavada en mi corazón y alma. No es una simple espina de rosa marchita de años, no. No es sólo una tempestad devastadora en alguna costa caribeña o asiática. Es aún mas dolorosa que la muerte con su guadaña afilada con los dientes. Mi niñez acompañada junto aquella espina se había convertdo en un hermano siamés que no habla y está a mi lado oliendo a muerto. Durante aquella niñez se habían sumado tres espinas mas de menor tamaño que inflingian cada tanto una breve comezón de urticaria sangrante. La tríada se fue uniendo a la espina primogenia y así ella tomó mas fuerza.

Crecí y con él creció ella. Ya para mi juventud adulta se había ramificado convertido casi en un rosal de hojas caídas y espinos afilados. Pero no sólo había crecido en tamaño sino que había logrado tener una voz. Si, voz. Cada tanto la escuchaba diciéndome palabras austeras y tristes, ásperas y amargas. Pronto comencé a tener charlas profundas con ella. Charlas sobre la vida, el amor, la carne del cuerpo, los deseos desenfrenados y hasta sobre la muerte. Sin saberlo se había ramificado desde mi corazón hasta mi mente logrando convertirme en un títere sin cabeza. Ella se había apoderado de mí. Me mantenia alejado de la realidad, encarcelado en un rincón rodeado de ofidios engreídos que con su ponzoña me mantenían al filo de colmillos sedientos de un poco de mí.

Claudicando mi persona dejé llevarme a las zonas oscuras de mi interior. A esos recovecos que nunca quise ir. Mas allí me encontraba, fiel testigo de una verdad que se desvanecía. Una verdad que blasfemaba, una verdad que moría en mi interior.
Divagando por aquellos paisajes áridos y lúgubres de mi alma como los páramos secos de una historia perdida, encontré un color en medio de una noche gris oscura. Mientras mis pies pisaban sizañas mis ojos secos comenzaron a desprender cenizas en vez de lágrimas. Algo quemaba por dentro. Pero no supe qué. De la nada, una nube negra cubrió mi despilfarrado cuerpo. Continué taciturno por entre aquel nubarrón de neblina implacable mientras aquel color se perdía en el horizonte baldío de ése desierto de sombras. La nube me escupió hacia atrás como una marejada. El viento y la hojarasca me elevaron por los aires y en aquel baile desenfrenado me hallé viajando en un vagón de tren amontonado con pasajeros sin rostros. No habían ojos para verme ni oídos para oirme ni bocas para hablarme. Sin embargo, giraban sus cabezas a donde yo me movía. Corrí por los pasillos de los vagones de ése tren antiguo escupiendo humo oleoso por su chimenea catatónica hacia la luna blanquecina. Corrí y corrí viendo rostros vacíos que perseguian mi movimiento como chacales acechando a su presa. Me sentí desnudo y frío, sin embargo mi abrigo estaba conmigo. Corrí y corrí pero los vagones no terminaban, pronto me hallé en el vagón comedor donde todos cenaban platos repletos de gusanos, samuros y larvas, cada uno de ellos tenía rostro a mí. Me habia vuelto su alimento pútrido en sus tenedores de tridentes. Mi cuerpo comenzó a cubrirse de algo negro que reptaba sobre mis harapos viejos. Salí expulsado como bala de cañón de piratas enjutos y barbudos buscando ése oro alguna vez prometido. Los magros músculos de mi cuerpo explotaron y el mecanismo de mis rodillas se expulsó empujando mi ser hacia una carrera inconclusa. Los vagones seguían apareciendo como inacavables guijarros en torbellinos de enjambres de moscass succionadoras de heces.

El golpe explotó en mi pecho expulsándome varios asientos hacia atrás. La puerta de la locomotora se cernía pesada e impenetrable. Mis puños se cerraron como candados y convertí aquellas extremidades en mazas de acero forjado. Golpeé y golpeé hasta que la primer grieta comenzó a formarse. El hierro cedia a mis nudillos de martillos. Comencé a sentir cómo las fuerzas volvían a mi interior. La puerta cedió y abierta mostró al flagelador de aquella locomotora desvocada en rieles directos al infierno carcelero de una muerte segura.

Un hombre con sombrero de copa y rostro pintado de calavera se sonrió al verme y su carcajada acribilló mis tímpanos como agujas filosos crucificando pulpa. Sentí esas agujas abrirse paso por mis venas secas hasta donde mi espina se uniría junto a ellas. Cerré mis ojos, tape mis oído y como un ovillo de lanas frente a un felino, jugó conmigo hasta hartarse y escupirme en medio de un calabozo sin luz ni aire, enviciado por una humedad de mentiras y falsas verdades.

Desparramado sobre el piso frío de aquel calabozo forrado de moho, encontré una revista vieja y descolorida de siglos. Sus hojas se convertían en cenizas al tocarla. Pronto, al pasar ceniza de hoja por ceniza de hoja, una imagen captó la atención de mis cuencos vacíos. Una mancha de color se formaba con el impacto incesante de gotas doradas que se filtraban por el techo. Elevé mi cabeza y el dolor fue infartante, el cuello estaba duro como un tronco seco y algunas vertebras se transformaron en torturadores. Y allí estaba. En el techo de aquel calabozo que se iba inundando con una brea negra y vizcosa. El techo comenzó a ceder y el goteo se convirtió en un torrente de pintura lumínica que bañó mi cuerpo cadavérico y el calor que me sobrecogió me extrajo de aquellos recovecos oscuros de mi alma a la conciencia en vida.

La espina se secaba y con ella las heridas se sanaban. Pronto volví en sí y me ví volver a mi verdadero cuerpo, mientras mis ojos se clavaban perdidos en un pensamiento hacia un sol radiante en medio de alguna calle de algún barrio de una ciudad que vió tragarme y ahora me devolvía a mi verdadero camino.

Relato extraído de mi segundo E-Book "Relatos Unicelulares" que pueden descargar aquí.

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