miércoles, 19 de enero de 2011

Mordiscos

El gato giró los ojos hacia la puerta que se abría. Bajó de la combi y allí sus miradas se cruzaron. Estaba golpeado y ensangrentado. A duras penas se podía mover. Agonizaba.

Su mente registró aquella imagen. Una vez en su casa, se cambió de ropa, tomó una manta del armario y salió. No tardó mucho. El gato seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Su pequeña cabeza volvió a moverse al sentir su presencia. Esos ojos cristalinos lo miraron suplicantes.

Arrojó la manta sobre el gato. En sus brazos sólo era una hoja de papel a punto de resquebrajarse. Los latidos eran leves pulsaciones como sus esporádicos movimientos. El gato había sufrido un feroz ataque de algún perro, seguro de la casa tomada.

Las personas de la casa tomada habían traído un perro negro y violento. Cuando se dice que los perros son el fiel reflejo de sus amos, no hay que discutirlo. Así es. Cada uno que osaba pasar frente a la reja, el perro ladraba mordiendo cualquier cosa frente a su hocico. Era malo. Su violencia se había originado en los golpes certeros de una vara de madera verde. Eso sí dolía, el perro lo podía asegurar.

Llegó a la veterinaria y el doctor puso al animal sobre la mesa de operaciones. Estaba lastimado por ambos costados. La pata delantera izquierda había recibido la mayor cantidad de mordidas. Tenía la pata quebrada en varias secciones. La cola estaba desgarrada. Varias costillas estaban rotas. Una de las orejas estaba despedazada por la mitad. Sus ojos estaban perdido en el dolor. Aquello no había sido una pelea, había sido un abuso de mordiscos.

El veterinario trabajó una hora sin descanso. Él observaba al animal que resignado soportaba el trabajo del doctor. Otra no le quedaba. Prefería irse. Se dejaba ir pero algo lo mantenía sobre esa mesa. Era la mano del Doctor. Ambos se miraban mientras el doctor trabajaba. Sabían que este era el principio de muchas intervenciones. Él ni siquiera le gustaban los gatos. Algo dentro suyo le urgió a salvarlo. O por lo menos intentar.

El doctor le dió unas pastillas y una palmada. Le había salvado la vida y ahora era su responsabilidad.

Su esposa lo esperó con bronca. No le había dicho nada y ella no sabía donde estaba. Estaba nerviosa. Temió por su marido. La mujer comenzó a despotricar pero los gritos murieron con la imagen de un par de ojos cristalinos.

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