miércoles, 19 de enero de 2011

Muñeca de Papel | Parte 3

Un soplo de aire frío acarició el rostro de Rosita que despertó sobresaltada buscando a su nieta como si supiera que algo andaba mal. Algo había pasado. Miró alrededor suyo y notó que las cosas estaban mas grandes y lejanas. Miró a su alrededor y vió que todo se había convertido en papel. Incluso el tejido de bufanda. Saltó de la hamaca y corrió hasta el espejo más cercano. Su rostro arrugado se había convertido en piel suave de niña. El rostro reflejado le pareció conocido. Sí, aún la recordaba. Había vuelto a tener diez años. Algo andaba mal, muy mal. Corrió hasta el hall de entrada y junto a la escalera encontró algo aterrador. La puerta de esa habitación que había sellado, estaba abierta. Se acercó y lo vió. El cofre. Parecía que le sonreía reluciente. Un bollo de papel comenzó a moverse. Asombrada siguió sus movimientos hasta notar que el color gris se convertía en dorado. Pensó en el único amigo de papel que pudo recordar. Y allí estaba. El amigo que una vez la ayudó a escapar. Se arrodilló ante él mientras se convertía en un pez dorado de papel glacé.

-Pez dorado. Volviste. –dijo asombrada.
-Volví pero con malas noticias. Debés volver a la Tierra de Papel de la Princesa Bernadette. –dijo el pez entre burbujas.
-¿Por qué? –preguntó desesperada casi conociendo la respuesta.
-Tiene a Olivia. La convirtió en estatua. La tenés que salvar. –respondió el pequeño papel dorado con forma de pez.
-Pero escapé y cerré la habitación. –dijo mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
-Escapaste pero no terminaste con ella. Solamente cerraste el cofre sin sacarlo de tu vida. El pasado vuelve y por mas que hayas clausurado la puerta de esta habitación, allí estaba ella, esperando volver. Y resurgir para apresar a tu nieta. Ella sufrió lo que estuviste a punto de sufrir. Es momento de cortar con el pasado. Es ahora o nunca y debés ser vos quien cierre este episodio, esta historia. Yo te ayudaré como siempre te he ayudado y así salvar a tu nieta.
-Perdón, perdoname. –sollozó.
-El perdón es tuyo desde hace mucho. Siempre estaré a tu lado cuidándote y procurando tu bienestar. Ahora sube a mi lomo y agárrate de mis escamas. Haremos un vuelo directo hacia la Tierra de Papel.

En un santiamén, surcando el cielo, el pez dorado y Rosita llegaron a las puertas del jardín de la Torre. Debían estar listos para cualquier cosa. La princesa estaría preparada. No dejaría que nadie le usurpe sus trofeos. Las estatuas eran suyas.
Entraron al jardín prestando atención hacia todos lados. Esperando lo peor. Precavidos y expectantes. Las estatuas de los niños los miraban con súplicas de libertad. Ella les devolvía la mirada con terror porque sabía que una de ellas sería su nieta. Eso la aterraba. Al final de la hilera, un pedestal tenía escrito su nombre y estaba tachado. Asombrada y con miedo de mirar la estatua vió que bajo esa tachadura se leía… “Olivia”. Alzó los ojos con lágrimas que inundaron sus mejillas y la vió. Convertida en una estatua de papel. Su nieta se había convertido en una escultura para divertir el gusto egoísta de Bernadette.

-¡Herrrmosa, tu nieta! Tanto tiempo. ¿Qué te trae por aquí?. –preguntó la princesa asustando a la niña al aparecérsele por detrás mirándola con ojos negros. Ya no era la dulce muñeca de papel. Se había convertido en una oscura bruja de cartulina negra.
-Devolveme a mi nieta o…
-¿O qué? –interrumpió con un chillido.
-Convertime a mí en vez de a ella, dejala libre. –suplicó Rosita entre sollozos y lágrimas.
- Mmm, quizás puedas hacer una tarea para mí. Sí. Traeme el Sello Dorado que está en el centro del Laberinto, quizás lo piense y deje libre a tu nietita. ¿Qué dices? –propuso la bruja.
-Trato hecho.
-Trato hecho. Aquí te esperaré. –dijo mientras se desvanecía ante ellos.

Juntos, salieron hacia el laberinto que los esperaba. Cruzaron el jardín, pasaron por la fuente y llegaron a la puerta. El laberinto era gigantesco, tardarían mucho en llegar al centro, pero estaba decidida. No había imposibles en su vida y menos junto al Pez Dorado. Sin embargo, ninguno había entrado antes. No conocían que trampas o secuaces de la bruja podrían encontrar. Pero no les importó, entraron confiados y dispuestos a vencer.

La entrada era amplia y tenebrosa. No tuvieron miedo. Entraron como una tropa de soldados que se dirige a la guerra. Recorrieron los pasillos de paredes de cartón y cartulina verde. Caminaron hasta que sintieron una brisa cálida cruzar por el pasillo. Miraron hacia atrás y pudieron ver el fulgor de unas llamas que se acercaban. El calor intenso la sobresaltó. Asustada comenzó a correr con todas las fuerzas mientras que el pez la seguía. Se escondieron en una esquina y observaron. Una cola larga con pelo cruzó por delante de sus ojos. Un león rugiente escupiendo fuego. Salieron de su escondite y siguieron corriendo sin saber a donde, estaban perdidos en medio del laberinto. Sus pies cruzaron mil baldosas mientras sus ojos se enjugaban de lágrimas con cada pensamiento que tenía hacia Olivia. Cansada y con los pies doloridos, frenó su carrera mirando hacia atrás para ver si ya estaba lejos del alcance de aquel León. Para su sorpresa, el pez dorado había desaparecido. Se había perdido. En la carrera se separaron. Estaba sola. El miedo la invadió pero lo soportó y decidida comenzó a caminar. A lo lejos vió un fulgor azulado. Allí debía estar. Lo había encontrado. Un claro en medio del laberinto con sillas antiguas de papel la esperaban. Al fin pondría todo en su lugar y terminaría aquella historia que se convertiría en un episodio olvidado de su vida. Ése había sido el momento. Era ahora o nunca.

El sello se encontraba dentro de un frasco de cristal rodeado de caramelos multicolores. Un rectángulo de cartón gris lo sostenía como los pedestales de las estatuas. Se acercó. A lo lejos un rugido caliente inundó los pasillos del laberinto. ¿Dónde estará el pez dorado? ¿Se lo habrá comido? La pequeña Rosita tomó en sus manos el frasco y lo destapó con todas sus fuerzas. El olor dulce era embriagador. Inhaló ese aire suave que se abrió paso por sus pulmones. Se sintió flotando en medio de nubes de algodón de azúcar. ¡Cómo le gustaban! Quería comerse uno ahí mismo. Cerró los ojos y volvió a inhalar. Manzana acaramelada con pochochos. Su estómago rugió pidiendo sólo uno. Abrió los ojos y los vió. Multicolores. Todos los colores del arco iris se juntaban en esos caramelos. Debían ser exquisitos. Tomó con sus dedos uno de color violeta tornasolado.

Un aire caliente la sorprendió con el caramelo casi en su boca. Se había olvidado del León. Estaba perdida. Había perdido la noción del tiempo disfrutando los olores melosos de los caramelos. Giró y lo miró con lágrimas que inundaron su rostro.
El león apostó sus patas delanteras a ambos lados de la niña mientras ella se acurrucaba y abrazaba esperando lo peor. Las fauces se abrieron sobre su cabeza y un aliento cálido la rodeó entera. Sus ojos se cerraron. El calor fue intenso.
Un párpado delicado se abrió mostrando un ojo temeroso. No lo podía creer. En aquel momento estaba pensando en ese pez dorado que la había salvado y ayudado. Y allí lo volvió a ver. Frente a ella, extendiéndole ayuda del corazón. De un salto lo abrazó y lo besó en sus escamas metalizadas.

-¡Gracias! ¿Qué pasó con el León? ¿Dónde está? –preguntó curiosa.
-Surcando el cielo en una de mis burbujas. –respondió señalando el cielo donde una burbuja de acetato transportaba un León rugiente. –Ya tenés el sello. Esos caramelos son un arma de doble filo. La tentación es mucha pero si tu corazón es fuerte, tienes la victoria.
-¡Sí! Vamos. –exclamó Rosita mientras tiraba al piso el frasco de caramelos que se hizo añicos desperdigando una lluvia de papelitos de colores.
-Sube a mi lomo y agárrate de mis escamas, conozco la salida mas rápida.

Rosita montó sobre el pez y en un simple instante de pensamiento ambos estaban a la entrada del Laberinto. Se desmontó y salieron disparados hacia el jardín de la princesa donde estaba las estatuas. Al fin tenían el Sello Dorado. Lo miró detenidamente pensando para qué querría un sello. No parecía tener ninguna marca en particular. El mango era dorado. Lo dio vuelta para ver el dibujo en la goma, que era de cartón, pero nada, era liso. Eso la confundió aún mas. ¿Qué sentido tenía un sello sin dibujo para sellar? Sin prestarle mucha atención se pusieron en marcha.
En el jardín, junto a las estatuas, Bernadette los esperaba de brazos cruzados mientras que los dedos de la mano derecha golpeaban sobre el codo del brazo izquierdo, en clara señal de espera y fastidio. Sus ojos tenían algo distinto, Rosita lo había notado. Pero, ¿por qué? No se lo imaginaba y tampoco lo sabría. Sin embargo, algo estaba distinto. Se olía en el aire. La princesa estaba preocupada. ¿Preocupada por el Sello Dorado? Pronto lo sabría.

-El Sello Dorado… ¡dámelo! –gritó con llamas en los ojos mientras crecía en tamaño y se inclinaba sobre la niña extendiendo los largos y finos dedos de la mano.
-Antes soltá a mi nieta. Así lo pactamos. –repuso Rosita apretando el Sello contra su pecho.
-Mmm… primero dámelo y después será libre.
-No te creo, quisiste que fuésemos a buscar un Sello en un laberinto con un León que escupe fuego, seguro quería que nos queme, ¿no es cierto?
-Claro que no, odio a ése León, es el único al que no soporto… junto a ése pez amigo tuyo. –dijo Bernadette mientras en medio del jardín, silenciosamente, un montículo de tierra azulado se elevaba junto a varios brotes de plantas. –Además, no tengo porqué mentirte, ¿o sí?
-Mmm… primero liberala.
-Jajajaja, ¡a ella! –gritó mientras un calamar gigante emergía de en medio de la fuente con varios tentáculos desperdigados por el aire.

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