sábado, 18 de diciembre de 2010

El corredor del bosque

Hacía ya bastante que estaba corrien en aquel maratón, casi toda una vida.
El comienzo fue a paso firme y constante. La respiración la mantuvo bien regulada y los pasos fueron cortos pero precisos. La carrera habí aempezado bien. De tanto en tanto, según la pendiente del suelo, aceleraba o disminuñia la marcha para no cansarse de más. Estaba bien entrenado.
Los años con su entrenador fueron fructíferos. Aquel hombre le había enseñado bien las técnicas de cómo correr en una maratón. Todo lo que sabía lo había depositado e invertido en él. Juntos realizaron varias pruebas antes de largarse a la competición. Competir en una maraton no era para tomárselo a la ligera y lo que menos quería hacer era subestimar semejante carrera.
El equipo equipo de carrera le funcionaba excelentemente. Las zapatillas eran ligeras y aireadas al igual que la vestimenta. La cantimplora adosada a su espalda era un fiel asociado para esta travesía a campo traviesa.
La largada había sido ubicada en la ciudad donde el asfalto llano proveía poco obstáculo. De allí salió hacia el campo junto a una troupé de otros corredores. Los pastizales altos y la tierra blanda amedrentaron al corredor y a los otros competidores, sin embargo se mantuvo firme en su carrera. Aquellos pastizales fueron una guillotina para todos los corredores pero él siguió firme. Las zapatillas comenzaron a pesarle por el barro del campo de trigo. Mantuvo el ritmo. Prosiguió pues sabía donde estaba la meta y aún mejor, conocía el premio. Debía mantenerse en ritmo. Más adelante, frente a los campos, un camino sinuoso le esperaba entre árboles secos y húmedos de un bosque en el que nunca antes había incursionado.
Aquel camino resultaría el tramo final de la carrera.
Tras aquellos árboles gruesos y frondosos, la cinta de llegada aguardaba por él. Una cinta de seda roja bien reluciente. Imaginó el placer, el gozo y la dicha de la llegada. El momento exacto en que cruzaría la meta y la cinta se cortaría como un hilo de algodón de azúcar. Glorioso. Sintió el champagne bañar su cabellera, los abrazos de sus seres queridos, la copa de oro elevada sobre su cabeza, el viento acariciando su rostro y las trompetas sonando alto en alabanza. Podía saborear semejante caramelo.
El bosque era inmenso y se cernía alto e impenetrable frente a sus ojos. Aún faltaba mucho camino por recorrer. El sendero se convirtió cada vez en más sinuoso y angosto con curvas imprevistas y bancos de hojas secas ocultando pozos entre raíces secos de árboles caídos. Piedras, ramas, colonias de setos espesos y plantas venenosas comenzaron a invadir el camino. Pronto, el sendero había perdido sus límites. Ya no distinguía el sendero del bosque. Comenzó a inquietarse mientras continuaba la marcha. Un sudor frío recorrió su cuerpo. El pelo caía sobre sus ojos que escurrían las gotas saladas de su frente produciendole ardor en los ojos. Un ardor que traía miedo. El miedo lo había apoderado. Sintió como un peso, como si algo se hubiese aferrado a su cuello como una soga atada a una piedra. El bosque se tornó más espeso. Las ramas rasguñaron sus brazos, sus piernas y su cara. Aquellos rasguños comenzaron a arder. Sus piernas dejaron de funcionar, la picazón de las heridas succionaron sus fuerzas. Agotado y solo. Listo para la derrota. Agotado e inclinado, miró hacia ambos lados buscando una salida. Nada. El bosque lo había engullido.
La mañana se había convertido en tarde y con ella una bruma espesa cubrió todos los rincones de aquel bosque. Un laberinto. Mientras caminaba tratando de volver al sendero, algún claro, hacia algo... el bosque cayó en penumbras. Nada. Nada excepto oscuridad.
Prosiguió a tientas golpeándose contra ramas y arbustros. Los sonidos nocturnos trajeron aún mas miedo. Estaba perdido. Su final estaría cerca, pensó. Quizás. Quizás si no hubiera aceptado el reto estaría bien, seguro. Debía mantener el calor corporal antes de que sea muy tarde.
Una luz moribunda a lo lejos. Entre garras de ramas secas una luz como de luciérnaga lo llamaba. Hacia allí fue. Arrastró su cuerpo somnoliento hasta llegar al pórtico de una cabaña de madera seca y vieja. Antes de tocar a la puerta, ésta se abrió. Detrás, un fuego de leña emanaba su calor y relucía en la habitación frente a un par de sillones y una mesita sosteniendo un plato caliente listo para comer. Dudó. Un jóven apareció por detrás de la puerta invitándolo a pasar.

-Bienvenido, te estaba esperando.
-Yo... estoy perdido, perdí el rmbo en algún punto del bosque y...
-Y quisieras volver al camino.
-Sí.
-El que pide ayuda le será dada. Pasá y recobrá tus fuerzas, las vas a necesitar.
-Gracias.

Entró y sentñandose en el sillón tomó el plato de comida y bebió de su agua. El fuego estab en su plenitud y él estaba gozoso. El jóven se sentó en el otro sillón frente a él. Aquel hombre de la cabaña comenzó a observarlo mientras devoraba la comida. Se placía mucho ver al corredor ingerir el alimento y la bebida. Una sonrisa de complacencia se dibujó en su rostro. El color de la piel del corredor se vitalizó, el sudor se habñia ido y el frío, ya no sabía lo que era eso. Hasta el miedo había huído despavorido. Tras terminar el último bocado se reclinó y levantó los ojos para conocer a su benefactor. Sus ojos descubrieron un hombre jóven de gentil aspecto.

-Gracias, lo necesitaba.
-Lo sé, por eso es la cabaña.
-No entiendo.
-Esta cabaña. para corredores como vos, es un manantial de agua viva en medio del desierto. Comenzaste bien la carrera pero las fuerzas de los hombres tienden a desvanecerse. No son constantes. ¿Hasta cuando generación de incrédulos? Por eso, aquel que viene a mi cabaña, es saciado para que así prosiga su carrera a la meta. Este es el momento que mas me alegra, verte recobrar las fuerzas para seguir adelante. Allí afuera sigue el mismo bosque que te devoró, que quizo destruirte, que estuvo a punto de matarte. Siguie siendo el mismo bosque que te está esperando pero al horizonte hay un faro que se ciern majestuoso e inquebrantable para aquellos que se entregan a mirar su luz.

Fuera de la cabaña, la noche era aún mas espesa. Con la cantimplora rebozante de agua viva, salió decidido a terminar la carrera. Su marcha era firme y decidida. La luz de aquel faro lo guiaba como un acorazado hacia la inmensidad de aquel bosque que observaba obstinado la victoria de aquel corredor.

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